viernes, 24 de noviembre de 2017

El nadador en el mar secreto-William Kotzwinkle


*Esta crítica apareció en el sitio achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/william-kotzwinkle-nadador-mar-secreto-libro-los-le-gustaban-kafka/


William Kotzwinkle: El nadador en el mar secreto. Un libro de los que le gustaban a Kafka.

Con El nadador en el mar secreto, la editorial Navona se ha marcado una de las ediciones del año. Sin duda. La breve, pero descomunal obra de William Kotzwinkle, es una de las narraciones más extraordinarias que podemos encontrarnos actualmente, la estrella en todas las mesas de novedades. ¿Por qué? Porque se trata de un texto vorazmente triste, demoledor y desnudo. Y se eleva impresionante con esas cualidades.

Hay libros helados y libros que te hielan. Kafka ya lo dijo en una de sus más célebres citas:

Pienso que sólo debemos leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un puñetazo en la cara, ¿para qué molestarnos en leerlo? (…) Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a los bosques más remotos, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”.
Las cualidades, todas y una a una, que Kafka enumera en esta cita, se cumplen en El nadador en el mar secreto. Kotzwinkle nos muerde con una historia insoportablemente dolorosa, y nos pincha con una percepción matizada de la realidad, filtrada a través de la presencia de la muerte.

El drama que vive la pareja protagonista del libro nos despierta como si nos atizaran un golpetazo en la cara; más que despertarnos, nos espabila con una ducha de realidad. El dolor del mundo se esconde tras cada árbol, en las esquinas de las calles, se esparce sobre las laderas cubiertas de nieve, se cristaliza en los hospitales y se corporiza en las salas de maternidad.

Este libro es un destierro, es un instante de lucidez para el lector, una epifanía en la que descubre el verdadero sentido de la vida, que radica en toparse con la muerte, y el relieve afilado y amargo de la realidad: todo es dolor. Puede soportarse de una forma más o menos atenuada, pero el dolor es inherente al ser humano, haga lo que haga. Y si busca la felicidad, entonces tiene más posibilidades de sufrir una angustia insoportable.

A simple vista, todo parece bien sencillo, con esa simpleza que se deriva de narrar ordenadamente una serie de hechos: el primer hijo del escritor de novelas de género William Kotzwinkle murió al nacer. William había asistido a la desgracia durante el parto, consoló a la mujer durante los siguientes días, recogió el cadáver después de la autopsia, le construyó un ataúd y lo enterró en el bosque. Entonces, escribió de un tirón El nadador en el mar secreto.

El relato apareció en 1975 en una revista literaria norteamericana. Después, un pesado silencio aterrizó sobre él. Fue el novelista inglés Ian McEwan quien revitalizó esta obra maestra, citándolo en una de sus novelas en el año 2012. Entonces, se desató el tsunami. Y el libro se convirtió en un fenómeno de masas.


El nadador en el mar secreto no se había publicado jamás en el mercado español. La editorial Navona, que desde que empezó viene realizando una labor excelente, tanto en la atención a la recuperación de textos importantes, como en la publicación con una forma cuidada que siempre ofrece un valor añadido, sintió la responsabilidad de traernos este libro. Y menuda responsabilidad. En 2014 lo publicó por primera vez, dentro de su sello Ineludibles, y ahora lo ha reeditado dentro de su colección Impactos.

Sin duda, el valor añadido se encuentra en la traducción de Enrique de Hériz, cuyo aspecto de novelista tiene mucho que ver en la forma de sostener esta especie de asepsia, de contención aterradora, que posee la prosa de Kotzwinkle. Es un libro escrito como un ejercicio de duelo, con todo lo que de desgarrador posee un texto de semejantes características.

Confesaré algo: el libro alcanza las 114 páginas; breve y perfecto para leerlo de un tirón. Pues eso resulta prácticamente imposible, tal es la dimensión de la tarea de demolición interior a la que nos somete. A medida que avanzaba necesitaba ir deteniéndome, como para recuperar algo de fuerzas, o de ánimo, hasta que me vi obligado a dejarlo para el día siguiente después de uno de los momentos más estremecedores que he leído en mucho tiempo.

Es una especie de capítulo bisagra, un paréntesis lirico que destroza el alma, cuando tras haberse superado la parte del nacimiento y de la muerte del bebe, el protagonista encaja la verdadera dimensión de lo ocurrido mientras conduce en solitario por una carretera secundaria en mitad de la naturaleza.

Lo que se enmarca entre las páginas que van de la 63 a la 65 sólo es posible en una obra maestra de las dimensiones de este libro. Es un instante de luz, pero de una luz pura y verdadera, cegadora, en donde el protagonista, Laski, siente como el hijo recién nacido y recién muerto todavía forma parte de él, que su espíritu aún no le ha abandonado, pero está cercano a despedirse. Y decide marcharse de su lado cuando el sol brilla más entre los árboles, y el viento frío le arrebata, para siempre, todas las posibilidades de lo que podría haber sido la vida con su hijo. Aquí tuve que interrumpir la lectura.

Hasta el final, la historia discurre sumergida en esa oscura belleza que puede derivarse de un suceso como la muerte, plena de momentos delicados, sin caer en sentimentalismos ni tropezar en burdas reflexiones. El nadador en el mar secreto era el niño en su líquido amniótico, cierto, pero también es el protagonista, ahogado en el mar de su dolor.

Y aunque siempre he odiado identificar narradores y tramas con sucesos biográficos del propio autor, en este caso es obligatorio hacerlo. En primer lugar, y si atendemos a sus declaraciones, en donde Kotzwinkle deja muy claro que escribe sobre su propia experiencia vital durante el terrible suceso. En segundo lugar, si comprendemos que, por encima de la maldición del biografismo, nos encontramos ante un texto que no es autoficción ni autobiografía porque, sencillamente, el autor no podía incluirse en él con nombre y apellidos. Por eso elige a Laski, para tomar la distancia necesaria que necesitaba a la hora de contener la respiración y reflejar el horror.

He entregado el corazón en esta lectura. En efecto, es uno de los libros de Kafka, porque como un hachazo ha hecho saltar en añicos ese mar congelado que llevamos en nuestro interior, elevando la temperatura del agua hasta hacerla bullir y necesitamos creer que nuestras lágrimas son un mero efecto físico producto de la condensación.


Pero nos engañamos. Debemos tener el valor de aceptar que Kotzwinkle ha sabido destrozarnos y obligarnos a engullir literatura de la buena: la del puñetazo en la cara, la de la desgracia dolorosa. La que le gustaba a Kafka.

viernes, 17 de noviembre de 2017

Escribir. Leer. Vivir. Goethe. Tolstói. Mann. Zweig y Kafka-Toni Montesinos



Esta crítica apareció en achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/escribir-leer-vivir-toni-montesinos-cartografo-literario-los-cerezos-flor/


Escribir. Leer. Vivir. Toni Montesinos, cartógrafo literario de los cerezos en flor

No cabe duda de que el siglo XX, con todos sus conflictos bélicos es, en cuanto a masacres, genocidios y crímenes de masas, uno de los peores, si no el peor, de la historia de la humanidad. El escritor húngaro Imre Kertész, en su Kaddish por el Hijo no Nacido (El Acantilado) lo definió como un “pelotón de fusilamiento en servicio permanente”. Sin embargo, a pesar de tanta brutalidad y horror, siempre han existido reductos en donde podemos hacernos fuertes, en donde asterixzarnos para que todo sea más llevadero. Y la lectura ha demostrado ser un refugio mucho más poderoso que el búnker antibombas. Y los autores que hacen posible esa lectura, con sus obras, infinitamente más potentes que las armas de destrucción masiva.

Así se ha escrito la historia de un siglo XX en el que, evidentemente, el binomio comunismo/nazismo fue el protagonista. Como dice Todorov en un libro de urgente reedición (Memoria del mal, tentación del bienPenínsula—):

La historia del siglo XX, en Europa, es indisociable de la del totalitarismo. El estado totalitario inaugural, la Rusia soviética, nació durante la Primera Guerra Mundial y muestra su huella; la Alemania nazi siguió poco después. La Segunda Guerra Mundial se inició cuando los dos Estados totalitarios se habían aliado y prosiguió con una lucha sin cuartel entre ambos. La segunda mitad del siglo se desarrolló a la sombra de la guerra fría, que opuso Occidente al bando comunista. Los cien años que acaban de transcurrir estuvieron dominados por el combate del totalitarismo con la democracia o por el de ambas ramas totalitarias entre sí”.
Entonces, ¿qué puede hacer el individuo que se ve inmerso en esta batalla ideológica? Siguiendo con Todorov, podemos encontrar algunas claves:

¿Cómo será recordado, algún día, este siglo? ¿Se llamará el siglo de Stalin y Hitler? Eso sería conceder a los tiranos un honor que no merecen? (...) Por mi parte, preferiría que se recordaran, de este siglo sombrío, las luminosas figuras de los pocos individuos de dramático destino y lucidez implacable que siguieron creyendo, a pesar de todo, que el hombre merece seguir siendo el objetivo del hombre”.
A tal efecto, para recordar a esas figuras que lucieron como pocas en el transcurso de la oscuridad del siglo, y que hicieron de su escritura no sólo ya un acto de resistencia, sino toda una forma de vida, Toni Montesinos elige a tres escritores que se enfrentaron de variadas maneras a la barbarie, aunque siempre tuvieron muy claro que el hombre merecía seguir siendo objetivo del hombre: Thomas Mann, Stefan Zweig y Franz Kafka que, cada uno a su modo, dieron testimonio del mundo en llamas. Un mundo enfebrecido y furioso que, casi siempre, terminó por reproducir las propias llamaradas internas; los mismos fuegos que estos genios trataron de sofocar con su escritura.

Y a ellos tres se añaden, como unos patriarcas previos a una escuela humanística de pensamiento, las figuras de Goethe y Tolstói; en cierto modo, principio y fin mismo de toda escritura (con el permiso de Cervantes, claro).

De esta forma, se conforma el volumen Escribir. Leer. Vivir. Goethe. Tolstói. Mann. Zweig y Kafka (Ediciones del Subsuelo), en donde el autor realiza un análisis de los escritores enmarcándolos, precisamente, en esos parámetros: escritura, lectura y vida. Para todos ellos la escritura fue un cierto tipo de suplicio, y la lectura que realizamos de sus trabajos se convierte así en una carretera de dos vías —desde sus obras hasta nosotros, los lectores, y desde nosotros los lectores hasta los autores, para mediante el conocimiento de sus obras poder conformar las personalidades de los genios—. Es la vida compleja, tortuosa, que siempre acaba abriéndose camino por las complejidades de la página en blanco de la existencia.

Y su existencia fue tan descomunal, que podemos significar los siglos en los que vivieron como el siglo de Goethe, o el siglo de Tolstói, o el de Mann, Zweig o Kafka. Ahora bien, cuando Toni Montesinos hurga en el interior de los personajes, aparece un yo apocalíptico erizado de una tensión horrible e insostenible, siempre próxima a quebrarse.

1-Escribir: Goethe y Tolstói, padres fundadores del estudio de la conciencia humana

Primer acierto de Montesinos, retratar a Goethe mediante el reflejo proyectado en uno de sus mejores amigos intelectuales, porque sólo algo intelectual y profundamente complejo parece que podría ser del interés de Goethe: el, fundamentalmente dramaturgo, Friedrich Schiller.

Goethe, un ogro literario capaz de devorarlo todo, ya fuera narrativa, poesía, filosofía, o ciencias naturales. Capaz de escribir una novela con proyección de siglos, el Werther (Cátedra), una extraña obra teatral con vocación de arquetipo eterno, el Fausto (Cátedra), o un poema tan universal como hermoso, La elegía de Marienbad. Y entre medias, el pálpito de lo científico, que no era sino la forma de alimentar a su espíritu famélico de saber: un tratado de botánica o una teoría, ni más ni menos, que de los colores.

¿Cómo aproximarse a este titán del conocimiento? Mediante esa sombra luminosa que proyectó sobre Schiller, todo ello apoyado, en el segundo acierto de Montesinos, por el conocimiento de una profunda bibliografía sobre los tiempos y las vidas de estos autores, entre la que destacan los volúmenes de Rüdiger Safranski, titulado Goethe y Schiller, Historia de una amistad (Tusquets) y Goethe. La vida como obra de arte (Tusquets).

Bibliografía, y referencias, muchas referencias en cascada a otros escritores que, como el racimo de cerezas, aparecen en el libro de Montesinos, porque al tirar de un nombre aparece otro, y ese arrastra a otro más… ¿Estamos ante un ensayo para bibliófilos? Desde luego que sí, si tenemos ganas de profundizar en la complejidad que nos ofrece su autor. Pero, fundamentalmente, nos encontramos ante un trabajo sobre la escritura de la vida y de la vida como escritura. Y eso nos importa a todos porque, como ya he dicho tantas veces, la literatura, la única forma de literatura que puede existir, es la que estudia lo más profundo del ser humano. Por eso, Toni Montesinos, con este ensayo, hace literatura. La cocina con minuciosidad y una erudición deslumbrante, y nos la sirve en un platillo apetecible, jugoso, que excita nuestros sentidos y, gracias a la serenidad con la que nos lo presenta, nos aplaca el corazón.

Se trata de un manjar, evidentemente es un manjar exquisito, que alberga unas gotas de amargura. Porque si de Goethe nos llega la imagen de que sus 82 años fueron del todo insuficientes para que alimentara su genio —y La elegía de Marienbad es un claro ejemplo de ello, una de la cumbres de su belleza compuesta apenas nueve años antes de que el infarto lo hiciera inmortal—, de Tolstói se nos muestra un catálogo de tormentos mentales producto de una vida de batallas libradas entre lo que era y lo que quería ser, entre lo que había hecho y lo que debería haber realizado, entre el pánico a lo ultraterreno y el deseo de santidad.

Quizás aquello que dijo Stalin de que “el escritor es un ingeniero del alma humana”, despojando, obviamente, a la afirmación de todo el contenido de la basura del realismo socialista, puede que fuera la única frase con sentido que pronunciara en su vida, o al menos la menos manchada de sangre. Y si se trata de ingenieros del alma humana, como Tolstói ninguno.  Pero tenía un terrible problema: era ingeniero del alma humana de los demás, pero un peón chapucero con la suya.

Del retrato que Toni Montesinos hace del escritor se desprende un hombre en constante fisura, casi un bipolar de la existencia, un esquizofrénico de los sentimientos, un yonki de las pulsiones. Con resultados deslumbrantes, por supuesto, como La muerte de Iván Ilich (Alianza Editorial), producto de un más que cerval miedo a la muerte, o La sonata a Kreutzer (El Acantilado), junto a otros momentos completamente oscuros, producto de las tinieblas de su genio.

Los aciertos de Montesinos se suceden, y como aquellas cerezas a las que me refería, tirando del genio maniaco de Tolstói, nos quedamos con un glorioso racimo de frutos en la mano: aparecen Pushkin y Gógol, y después Dostoievski, claro, y como no, Chéjov y Gorki. ¿Se puede pedir más?
Las vertiginosas páginas de Montesinos atraviesan por el absurdo duelo que le costó la vida a Pushkin, por la quema de la continuación de Las almas muertas (Nórdica) por parte de Gógol poco antes de su fallecimiento de puro hartazgo de sí mismo, por el subterráneo, enfermizo, doliente e incontrolado Dostoievski, por el empático Chéjov y, al fin, por el tamiz de la amistad que sostuvieron, de una forma u otra, algunos de ellos con Gorki.

En estos enlaces encontrarás más información sobre el suicidio de Pushkin o la quema de esa posible segunda parte de Las almas muertas, temas de los que ya hemos tratado en Achtung!:



2. Leer: Thomas Mann y el síndrome de Petrarca

Toni Montesinos lo deja muy claro en el título que elige para el capítulo dedicado al escritor alemán: La fachada agrietada de Mann. Algo no parece, a la vista de esta sentencia, del todo claro en la figura del premio Nobel. El texto nos muestra a un Mann obsesionado con su figura, con su propio genio, tratando de controlar todo lo relacionado con su persona, convertido no en un ser humano que escribe, sino en un escritor que, para su desgracia, a ratos debe mostrarse humano; con sus contradicciones, faltas y recovecos. Y eso manchaba la figura imponente que Mann buscaba edificar de sí mismo. Un síndrome de Petrarca en toda regla.

Ya me he referido en otras ocasiones a este síndrome que he bautizado como de Petrarca y que consiste en convertir la propia vida en una obra de arte, en una especie de novela más de las que el autor ha escrito, siendo el hombre un personaje plegado entre sus propios papeles de ficción. Es la manía de convertirse en objeto literario, en literatura, en un libro que deberá pasar a la posteridad, difuminando al hombre bajo toneladas, generalmente, de artificio biográfico, poses, egolatría y mucho mal genio tomado como Genio con mayúsculas, en un error habitual de aquellos mortales que soportan la convivencia con el petrarquista.

Puedes saber más de este síndrome aquí:


Montesinos prosigue acertando con la bibliografía escogida para poner en pie sus pensamientos literarios (y sí, aunque sea pesado lo seguiré afirmando, para hablar de libros y escritores hay que proveerse de lecturas; punto fortísimo de este ensayo). La luz que se irá eclipsando sobre la figura de Mann proviene del libro de Hermann Kurzke, Thomas Mann. La vida como obra de arte. Una biografía (Galaxia Gutenberg) y de Thomas Mann y los suyos (Tusquets) de Marcel Reich-Ranicki. De estos libros se desprende la imagen de que Thomas Mann se tomaba muy en serio, quizás demasiado, y que si se trata de conformar tu propia vida como una obra de arte (literaria) ya tenemos a Oscar Wilde como modelo de un síndrome de Petrarca algo más amable.

Mann, como nos advierte Montesinos en el texto, y tomado de al parecer las propias palabras del autor, “no quería vivir sin representar”, “su ser entero aspiraba a la fama” y llevaba a cabo lo que denominaría como una “autoescenificación”.  La afirmación de Toni Montesinos es definitoria:
Thomas Mann se proyectó en un personaje que nunca bajaba de la tarima”.

Sólo un escritor afirmó con justicia pertenecer a ese estado de nirvana que Thomas Mann ansiaba. Y ese fue Kafka, cuando aseguro que todo él “estaba hecho de literatura”. Y tenía razón.

Y no es que el grandísimo autor de La montaña mágica salga mal parado de esta semblanza montesiniana. Pero al terminar de leer su capítulo tenemos la sensación de que estamos ante uno de esos autores que casi es mejor no conocer en su faceta privada, alejándolo del misterio hipnótico de sus obras, no sea que el viento lunar que esparce sobre ellas nos las afeen un tanto.

Y ya que me he referido a La montaña mágica, agradezco a Toni Montesinos que se detenga durante unas líneas para reconocer la excelsa traducción que Isabel García Adánez realizo para la edición de Edhasa en el año 2005. Isabel, además de competente traductora, fue mi profesora en una de las asignaturas más gloriosas que alguna vez se me hayan impartido, y que resumiré, despojándola de su farragoso nombre, como Literatura de Praga; a dúo con Alejandro Hermida de Blas, a cargo de la parte checa del asunto.

De nuevo aparecen esas cerezas, ahora con apellidos alemanes, que siguen en gloriosa procesión a Thomas Mann. El capítulo se enriquece con la presencia de Hugo Ball y Hermann Hesse, gran destructor de mujeres a causa de su carácter, que inculcó una máxima en sus amantes que ya nos suena del propio Mann y es que, en referencia al proceso intelectual de Hesse:

los problemas físicos y psíquicos son los que dan impulso a su creatividad, que su sufrimiento engendra su literatura”.
Pero basta ya. Ahora hablemos de Stefan Zweig.

3-Vivir: Stefan Zweig o la huida imposible

A Stefan Zweig los horrores del nazismo, la brutalidad de Alemania, lo dejaron sin patria. Como dice otro escritor alemán, W. G. Sebald en Camposanto (Anagrama), y reflexionando acerca del concepto de patria:

 “Destruir la patria es lo mismo que destruir a la persona (…). Y no hay una nueva patria (…) La patria es el país de la infancia y la juventud. Quién la ha perdido sigue estando perdido, aunque haya aprendido a no tambalearse en el extranjero como si estuviera borracho”.


Ese fue el mal de Zweig, su castigo, la carga de la que intentó huir y que nunca pudo superar. Y siguiendo con W. G. Sebald, pero ahora en el notabilísimo ensayo Pútrida Patria (Anagrama):

El concepto de patria es relativamente nuevo. Se acuñó precisamente en el momento en que la patria dejó de ser un sitio donde permanecer y en el que individuos y grupos sociales enteros se vieron obligados a darle la espalda y emigrar. Por ello, ese concepto, como no es raro que ocurra, está en relación mutua con aquello a lo que se refiere. Cuanto más se habla de la patria, menos existe ésta (…). La experiencia de la pérdida de la patria no puede repararse nunca”.

Exactamente eso le sucedió a Zweig, se vio obligado a darle la espalda y a enfermar, definitivamente, de patria. Porque Zweig abandonó su Austria, su Viena, su Salzburgo, ciudades no destruidas por un terremoto como la Lisboa de 1700, ni por un incendio como Londres, ni por una erupción volcánica al estilo de Pompeya y Herculano, ni tan siquiera por un bombardeo o raid devastador aliado, al estilo de lo que le ocurrió a Dresde; no, simplemente extravió su Viena, su Austria entera, porque le era imposible, ya, vivir en ellas.

Doble pérdida de identidad si tenemos en cuenta que, además de vienés, Zweig era judío, un judío con identidad nacional y condenado —como desde entonces tantos millones de judíos— a ser un judío sin identidad y sin destino. Estos dos problemas, la ausencia de una identidad y una patria usurpada de donde fue arrancado a la fuerza, lo condujeron al suicidio. Porque en un principio el escritor planteó su lucha ante las adversidades con un exilio dolorosísimo pero esperanzado que, al final, exiliado sin patria, y creyendo firmemente en la victoria del nazismo, se convirtió en un suicidio como una forma particular de resistencia.

Era tal el dolor de ver y constatar las atrocidades de su pueblo que fue incapaz de soportarlo; convivir con ellas en el futuro —en especial si como él creía Hitler ganaba y se perpetuaba tras la guerra— era un esfuerzo que colmaba más allá de sus fuerzas vitales. Era impensable que pudiera seguir adelante, en palabras de Sebald en Camposanto, con
la obscenidad de una sociedad psíquica y socialmente deformada y el escándalo de que la historia, como si no hubiera pasado nada, pudiera proseguir luego prácticamente imperturbada”.

Motivos, todos, que Carlos Soldevilla resume, en su estudio crítico a modo de introducción a la ya vetusta edición de las Obras Completas de Zweig en la Editorial Juventud, de la siguiente manera:

Y se comprende que un sensitivo como Zweig, personalmente a salvo, no tuviese fuerzas para soportar el tremendo impacto que produjo en su espíritu, no solamente la tragedia de su gente, sino el derrumbe de una concepción idealista del mundo y, especialmente, de esa Europa que tanto amó y de la que, en cierto modo, pudo considerarse como hijo mimado”.
No en vano, sus memorias, que hablan y no paran de la pérdida de ese estatus, de ese orden otrora ejemplar anterior a la guerra, se titulan El Mundo de Ayer, con el clarificador subtítulo de cómo se sentía, aún sin patria: Memorias de un Europeo (El Acantilado).

Y Toni Montesinos apunta que Zweig lo sabía. En efecto lo sabía, y utiliza una frase de Jean-Jacques Lafaye tan tremebunda como devastadora:

El humanismo no tiene recursos ante el mal”.

¿Qué se puede argumentar ante eso? El ser humano, para Zweig, era capaz de lo mejor y de lo peor. De hecho, que eligiera retratar a personajes en biografías como las de Erasmo y Fouché no es coincidencia. Ambos personajes supieron atravesar grandes tormentas —la Europa del siglo XVI con sus guerras de religión y la de finales del XVIII con la sacudida napoleónica— sin perder el rumbo y con mano firme, ejemplo de lo que deberían ser los dirigentes y pensadores de la época de Zweig, ya que tanto en uno como en el otro, en Fouché como en Erasmo, se nos ofrece el cuadro de inseguridad y de angustia de unos tiempos que prefiguraban los momentos que le estaban tocando vivir a Zweig.

Acertadamente, con una finísima intuición, Montesinos sublima estas intenciones de Zweig en su ensayo paradigmático de cómo poder oponerse a la barbarie y al criminal de su propio tiempo, Hitler, sin mencionarlo siquiera; se trata del ensayo Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia (El Acantilado).

Y por qué no, un augurio del propio final de Zweig lo encontramos en su retrato biográfico de Von Kleist, escritor que también se suicidó, derrotado en esa “lucha contra el demonio”. Aún tuvo tiempo de denunciar toda la brutalidad del nazismo en su Novela de Ajedrez (El Acantilado), pero lo que podría haber sido un fértil valladar intelectual contra la barbarie se detuvo ahí. Se quitó la vida en Petrópolis, junto a su esposa. En palabras de Carlos Soldevilla:

Al perder la fe en sus ideales humanísticos había perdido la voluntad de vivir. El aliento embriagador del trópico no había logrado curarle de la fina añoranza de su Salzburgo mozartiano”.
He querido utilizar las palabras de otros estudios diferentes al de Toni Montesinos sobre Zweig para ratificar, así, todas y cada una de las palabras, acertadísimas, que dedica a su análisis del escritor austriaco. Soy comparatista. Los que me siguen ya lo saben y me soportan.

Cerezas: todo lo que sigue a continuación en el ensayo de Montesinos sobre Zweig es delicioso. Aparecen algunos de los más grandes autores centroeuropeos, esos que cargados de austriahungrismo pasearon su tristeza por la Europa del fuego. Aparecen Joseph Roth, Ernst Toller —la noticia de su suicidio aceleró la muerte de Roth, que al enterarse se desplomó víctima de un colapso en el café en donde se encontraba—, Ernst Weiss, Soma Morgenstern y, como no, Sándor Márai, con el que Toni Montesinos establece un paralelismo muy oportuno con el propio Zweig.

4. Epílogo kafkiano

Kafka es una paradoja kafkiana en sí mismo. Parece que poco se puede decir ya de quién tanto se ha dicho, y por eso mismo, queda tantísimo por decir de él. Aquellos que me conocen, esos mismos que me soportan como comparatista, también saben de mi kafkismo militante, solo comparable a mi kadarismo de trincheras. Por eso, es de agradecer el esfuerzo del autor del ensayo al incluir un estudio sobre Kafka.

Quizás sólo la figura de Kafka puede evitar ser devorada al aparecer al final de un libro en el cual han abierto sus fauces semejantes bestias literarias como todas las que he mencionado en este largo artículo sobre la obra de arte ensayístico de Montesinos —largo y gozoso artículo, al menos para mí, y espero que aquellos estimados lectores acostumbrados a reseñas de solapilla y titular fácil sepan perdonarme, pero la independencia crítica y periodística, incluso literaria, tiene a veces estos tesoros—. Por eso, Kafka es el colofón perfecto. Porque de ir por delante de ellos, tal vez podría habérselos comido a todos. Enésimo acierto montesiniano.

Además, si coincidimos en que Kafka, como ya afirmé más arriba, está conformado de literatura, o tal y como se afirma en las páginas del ensayo fue “alguien que emigró de la vida a la literatura, sin retorno”, no podemos imaginar mejor remate para el texto. Eso, junto a las cerezas más jugosas de todo el libro, y que acompañan a los esfuerzos de Kafka por conciliar su mundo con la literatura: Jaroslav Haŝek, Hans Herbert Grimm y Rainer Maria Rilke.

Kafka es el mejor autor posible para poner el término a un ensayo que en su título aúna las palabras escribir, leer y vivir. Enfermo de escritura, buscó un paliativo en la lectura; al morir prematuramente consiguió vivir para siempre. Los aciertos del cartógrafo literario Toni Montesinos, abrazados a las magníficas referencias bibliográficas, configuran un mapa intelectual por el que cualquier lector necesita pasearse.

Por el que debe pasearse sin falta. Disfrutando del paisaje, admirando el panorama, degustando el aroma de esos cerezos en flor que brota con el paso de cada página.



sábado, 4 de noviembre de 2017

Drácula-Bram Stocker


*Esta reseña se publicó en el sitio Mi Nueva Edad:

https://www.minuevaedad.com/actualidad/2017/11/1/el-libro-del-mes-dracula/

Título: Drácula
Autor: Bram Stocker
Editorial: Cátedra
Número de páginas: 592
Año: 2005
El vampiro y los clásicos de la gran literatura

Si algo bueno tienen estas fechas que nos traen la fiesta importada de Halloween, es la oportunidad de recuperar durante unos días la buena literatura de horror, que también la hay, y mucha. Entre los libros de terror, quizás uno de los más famosos, aunque desfigurado por numerosas adaptaciones cinematográficas —alguna de ellas bien poco afortunada—, es Drácula, del escritor irlandés Bram Stocker.
Esta cumbre de la novela de terror fue publicada en 1897, y es producto de un triple aspecto que determina su gestación. El autor había oído hablar de, al menos, dos leyendas con tintes veraces que le resultaron cruciales. La primera, la repugnante historia de la condesa húngara Erzsébet Báthory, que se bañaba en sangre de doncellas para preservar su juventud. Esta mujer, conocida como la Condesa Sangrienta, terminó emparedada por varios años en una torre de su castillo, donde finalmente falleció.
La segunda leyenda, con ribetes históricos, es la de Vlad III, príncipe de Valaquia, más conocido como Vlad el Empalador y perteneciente a la orden del Dragón (Dracul en rumano). Este príncipe pasó a la posteridad por su extrema crueldad, por su afición a empalar a los enemigos, por mantener con mano de hierro la ley y el orden en su voivodato, y por combatir con fiereza a los turcos.
Una copiosa cena a base de cangrejos le provocó una indigestión al escritor Bram Stocker, que pasó una mala noche asaltada por pesadillas en donde se le aparecían vampiros, y que actuó de aglutinante de ambas historias. Estos elementos dieron lugar al clásico Drácula, cuya deliciosa estructura epistolar y su afán documental ponen en pie una de las ficciones góticas de mayor calidad dentro de la literatura de terror.
Lo primero que el lector descubre al adentrarse en la lectura de este clásico —en efecto, nos encontramos ante un clásico como lo son Cervantes o Shakespeare, y esto es algo que debe reconocerse sin complejos; no en vano recomiendo aquí la edición de una editorial versada en grandes clásicos como Cátedra— es una sorprendente construcción en forma de collage, dado que la narración se conforma de diferentes documentos que van montando la historia: diarios, cartas, noticias…, para completar un cuadro literario riquísimo.
En segundo lugar, nos vamos alejando de los estereotipos cinematográficos a medida que vamos leyendo esta obra maestra, y descubrimos y disfrutamos del Drácula y de la historia original, en una especie de arqueología literaria, que nos reconcilia con el vampiro y con los orígenes del verdadero género de terror. Como ejemplo, el doctor Van Helsing que aparece en el texto de Stocker, nada tiene que ver con la mamarrachada cinematográfica.

Por tanto, y por todo esto, la novela de Drácula es un texto imprescindible de la novela de terror, y un documento de primerísima magnitud si queremos llegar a entender los motivos por los cuales la iconografía del vampiro nos ha venido aterrando desde hace siglos, hasta alcanzar los niveles legendarios que posee en nuestros días. Pero, por encima de todo, si leemos Drácula, disfrutaremos de un encuentro con la verdadera literatura; esa que perdura, que nos deja huella, y que nos reconcilia con nuestros pavores más primitivos.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

El corazón de las tinieblas-Joseph Conrad


*Este texto apareció como parte de un artículo en achtungmag:


El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, es un gran clásico de la literatura. De eso no cabe duda. Y como tal lo ha editado Navona, dentro de su colección Ineludibles. Porque, realmente, lo es: un texto imposible de eludir, de ignorar.

Para superar el posible hartazgo con el que alguien pueda recibir la enésima publicación de clásicos de esta magnitud, Navona ha revitalizado el texto presentando una nueva traducción junto con una edición sobria, funcional, agradable y cuidada. De esta forma, Conrad se ha visto redimensionado, y ahora podemos disfrutar de este textos, que es como un venerable ancianito cargado de sabiduría, con un nervio y un pulso de jovenzuelo.

Como crítico y teórico de la literatura, es bastante dificultoso ofrecerle a un lector veterano argumentos diferentes para aproximarse a este libro. Sin embargo, y contando con que su nuevo envasado editorial ya es de por sí una buena excusa, supongo que los lectores curtidos sabrán excusarme si no soy capaz de añadir casi nada nuevo de reclamo. Ahora bien, el número de personas que envidio profundamente, aquellas que aún se mantienen virginalmente instaladas en el desconocimiento del goce que les proporcionará semejante obra, quizás encuentren atractivas mis palabras a la hora de decidirse por la edición de Navona, huyendo de algunas otras traducciones alambicadas, o de aquellas ediciones de saldillo que abundan de la novela.

Mi historia con El corazón de las tinieblas de Conrad es una relación de amor y de odio…, que acaba de solucionarse gracias a la edición de Navona y, hay que decirlo, por la insistencia de mi amigo Ignacio Vacchiano en que le concediera nuevas oportunidades en forma de lectura. Tenía razón.

A la hora de leer a Kafka es difícil sacudirse el asunto del insecto, el de la figura de un hombre entenebrecido por la presencia del padre, o aquello de que decidió quemar toda su obra, como casi imposible resulta abstraerse de las muchas interferencias que pueden obstaculizar a El corazón de las tinieblas. En primer lugar, que en cierto modo es un recorrido como el del descenso de Dante a los Infiernos, o las incansables comparaciones de la película Apocalypse Now con el libro, del cual, evidentemente, toma gran parte de la trama.

Sin embargo, una vez olvidado todo esto y alejando de nosotros la falsa afirmación de que el texto es lento, como asfixiado por ese espíritu opresivo de la jungla que Conrad pretende retratar, si sabemos sobreponernos a la intromisión de algunas interpretaciones que solo encuentran una denuncia del régimen criminal del rey belga Leopoldo II en el Congo, podemos acceder a un trabajo literario de virtudes planetarias (y pienso en la sonrisa de satisfacción de mi amigo Ignacio al leer esto).

Desde luego, si no se ha leído nunca la novela de Conrad, la edición de Navona es la indicada para hacerlo. Y lo es, por ejemplo, por la traducción de un gigante como el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, que además es biógrafo de Conrad y ha conseguido algo muy peculiar y decisivo con El corazón de las tinieblas: dotarlo de una luz especial.

En El corazón de las tinieblas vamos a toparnos con un tratado sobre la angustia y la codicia, sobre la inmundicia humana, desplegada en el seno de uno de los lugares más hostiles para el hombre: la jungla pavorosa y asfixiante, que alberga un misterio de terror que termina enloqueciendo a quienes se adentran en ella. En este aspecto, no puedo dejar de poner en paralelo esta lectura con los Cuentos amor, locura y muerte del uruguayo Horacio Quiroga, donde la presencia de la selva y la muerte configuran un cronotopo muy parecido al de Conrad en El corazón de las tinieblas.

Leyendo a Conrad, y también leyendo a Quiroga, extraemos una reflexión inquietante: la profanación de la naturaleza, en este caso el saqueo de sus recursos y el maltrato y la esclavitud de aquellos que la habitan, desencadena consecuencias terribles. Fundamentalmente, la locura y la muerte.

Porque El corazón de las tinieblas es una novela sobre el mal, ya sea una perversidad albergada en el interior del hombre o la perfidia mortal que despliega el entorno selvático que lo rodea —en defensa propia ante los abusos que soporta, desde luego—; un mal que se desencadena como una venganza, es la respuesta de la tierra a una violación, lo que quizás podría vestir a la novela de Conrad con un interesante carácter ecologista que dispararía otras interpretaciones.

El mal está presente en la naturaleza como un castigo al hombre por haberla alterado, pero también como recordatorio de que, primigeniamente, pertenecemos a ese entorno y que debemos someternos a sus leyes: el ser humano es frágil, como todos los elementos que conforman la hostilidad de la jungla.

Mediante el relato dentro del relato, la historia que les cuenta Marlow a los tripulantes de un barco que aguarda el cambio de marea en las orillas del Támesis, el narrador revive la opresión que experimentó durante su estancia en el Congo. Se produce así una interacción externa-interna de los paisajes: el tiempo actual del relato junto al tiempo pasado de lo narrado por Marlow.

Y las claves del descenso a este infierno africano se encuentran en el cauce del río por el que ha navegado el protagonista a la búsqueda de Kurtz. La masa de agua se va convirtiendo en un curso sinuoso y terrorífico, hasta que deja de transmitir la sensación de río y se convierte en algo aplastante.
Es el entorno de una naturaleza inclemente, capaz de extraer toda la insoportable malignidad humana hacia el exterior. El hombre, oprimido por las fuerzas naturales, se convierte en un desecho nervioso presto a saltar a la yugular de su semejante ante la menor irritación, y debe morir para integrarse en la naturaleza que ha profanado, ya que la muerte es un estado natural que arregla las cosas, que las devuelve a su sitio.


Cuatro veces leí esta novela antes de toparme con la edición de Navona, que me ha permitido descubrir en ella gran parte de las virtudes que la hacen ineludible. Con esta nueva edición, Conrad, ese venerable anciano que se aproximaba a pasitos lentos y cargados de sabiduría, arroja al suelo su sombrero de hongo y se convierte en un joven vivaracho que toma la tabla de su skateboard y realiza las piruetas más arriesgadas con lo magistral de su literatura.