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Escribir. Leer. Vivir. Toni Montesinos, cartógrafo literario de los cerezos en flor
No cabe duda de que el siglo
XX, con todos sus conflictos bélicos es, en cuanto a masacres, genocidios y
crímenes de masas, uno de los peores, si no el peor, de la historia de la
humanidad. El escritor húngaro Imre Kertész,
en su Kaddish por el Hijo no Nacido (El Acantilado) lo
definió como un “pelotón de fusilamiento
en servicio permanente”. Sin embargo, a pesar de tanta brutalidad y horror,
siempre han existido reductos en donde podemos hacernos fuertes, en donde asterixzarnos para que todo sea más
llevadero. Y la lectura ha demostrado ser un refugio mucho más poderoso que el
búnker antibombas. Y los autores que hacen posible esa lectura, con sus obras,
infinitamente más potentes que las armas de destrucción masiva.
Así se ha escrito la historia de un siglo XX en el que,
evidentemente, el binomio comunismo/nazismo fue el protagonista. Como dice Todorov en un libro de urgente
reedición (Memoria del mal, tentación del bien —Península—):
“La historia del siglo XX,
en Europa, es indisociable de la del totalitarismo. El estado totalitario
inaugural, la Rusia
soviética, nació durante la
Primera Guerra Mundial y muestra su huella; la Alemania nazi siguió poco
después. La Segunda
Guerra Mundial se inició cuando los dos Estados totalitarios
se habían aliado y prosiguió con una lucha sin cuartel entre ambos. La segunda
mitad del siglo se desarrolló a la sombra de la guerra fría, que opuso
Occidente al bando comunista. Los cien años que acaban de transcurrir
estuvieron dominados por el combate del totalitarismo con la democracia o por
el de ambas ramas totalitarias entre sí”.
Entonces, ¿qué puede hacer el individuo que se ve inmerso en esta
batalla ideológica? Siguiendo con Todorov,
podemos encontrar algunas claves:
“¿Cómo será recordado, algún
día, este siglo? ¿Se llamará el siglo de Stalin y Hitler? Eso sería conceder a
los tiranos un honor que no merecen? (...) Por mi parte, preferiría que se
recordaran, de este siglo sombrío, las luminosas figuras de los pocos
individuos de dramático destino y lucidez implacable que siguieron creyendo, a
pesar de todo, que el hombre merece seguir siendo el objetivo del hombre”.
A tal efecto, para recordar a esas figuras que lucieron como pocas
en el transcurso de la oscuridad del siglo, y que hicieron de su escritura no
sólo ya un acto de resistencia, sino toda una forma de vida, Toni Montesinos elige a tres escritores que se enfrentaron de
variadas maneras a la barbarie, aunque siempre tuvieron muy claro que el hombre merecía seguir siendo objetivo
del hombre: Thomas Mann, Stefan Zweig y Franz Kafka que, cada uno a su modo, dieron testimonio del mundo en
llamas. Un mundo enfebrecido y furioso que, casi siempre, terminó por
reproducir las propias llamaradas internas; los mismos fuegos que estos genios
trataron de sofocar con su escritura.
Y a ellos tres se añaden, como unos patriarcas previos a una escuela humanística de pensamiento, las
figuras de Goethe y Tolstói; en cierto modo, principio y fin
mismo de toda escritura (con el permiso de Cervantes,
claro).
De esta forma, se conforma el volumen Escribir. Leer. Vivir. Goethe.
Tolstói. Mann. Zweig y Kafka (Ediciones
del Subsuelo), en donde el autor realiza un análisis de los escritores
enmarcándolos, precisamente, en esos parámetros: escritura, lectura y vida.
Para todos ellos la escritura fue un cierto tipo de suplicio, y la lectura que
realizamos de sus trabajos se convierte así en una carretera de dos vías —desde
sus obras hasta nosotros, los lectores, y desde nosotros los lectores hasta los
autores, para mediante el conocimiento de sus obras poder conformar las
personalidades de los genios—. Es la vida compleja, tortuosa, que siempre acaba
abriéndose camino por las complejidades de la página en blanco de la
existencia.
Y su existencia fue tan descomunal, que podemos significar los
siglos en los que vivieron como el siglo de Goethe, o el siglo de Tolstói,
o el de Mann, Zweig o Kafka. Ahora
bien, cuando Toni Montesinos hurga
en el interior de los personajes, aparece un yo apocalíptico erizado de una
tensión horrible e insostenible, siempre próxima a quebrarse.
1-Escribir: Goethe y
Tolstói, padres fundadores del estudio de la conciencia humana
Primer acierto de Montesinos,
retratar a Goethe mediante el
reflejo proyectado en uno de sus mejores amigos intelectuales, porque sólo algo
intelectual y profundamente complejo parece que podría ser del interés de Goethe: el, fundamentalmente
dramaturgo, Friedrich Schiller.
Goethe, un ogro literario capaz de devorarlo todo, ya fuera narrativa,
poesía, filosofía, o ciencias naturales. Capaz de escribir una novela con
proyección de siglos, el Werther (Cátedra), una extraña obra teatral con vocación de arquetipo
eterno, el Fausto (Cátedra), o un poema tan universal como
hermoso, La elegía de Marienbad. Y entre medias, el pálpito de lo
científico, que no era sino la forma de alimentar a su espíritu famélico de
saber: un tratado de botánica o una teoría, ni más ni menos, que de los
colores.
¿Cómo aproximarse a este titán del conocimiento? Mediante esa
sombra luminosa que proyectó sobre Schiller,
todo ello apoyado, en el segundo acierto de Montesinos, por el conocimiento de una profunda bibliografía sobre
los tiempos y las vidas de estos autores, entre la que destacan los volúmenes
de Rüdiger Safranski, titulado Goethe
y Schiller, Historia de una amistad (Tusquets) y Goethe. La vida como obra de arte (Tusquets).
Bibliografía, y referencias, muchas referencias en cascada a otros
escritores que, como el racimo de cerezas, aparecen en el libro de Montesinos, porque al tirar de un
nombre aparece otro, y ese arrastra a otro más… ¿Estamos ante un ensayo para
bibliófilos? Desde luego que sí, si tenemos ganas de profundizar en la
complejidad que nos ofrece su autor. Pero, fundamentalmente, nos encontramos
ante un trabajo sobre la escritura de la vida y de la vida como escritura. Y
eso nos importa a todos porque, como ya he dicho tantas veces, la literatura,
la única forma de literatura que puede existir, es la que estudia lo más
profundo del ser humano. Por eso, Toni
Montesinos, con este ensayo, hace literatura. La cocina con minuciosidad y
una erudición deslumbrante, y nos la sirve en un platillo apetecible, jugoso,
que excita nuestros sentidos y, gracias a la serenidad con la que nos lo
presenta, nos aplaca el corazón.
Se trata de un manjar, evidentemente es un manjar exquisito, que
alberga unas gotas de amargura. Porque si de Goethe nos llega la imagen de que sus 82 años fueron del todo insuficientes para que alimentara su genio
—y La
elegía de Marienbad es un claro ejemplo de ello, una de la cumbres de
su belleza compuesta apenas nueve años antes de que el infarto lo hiciera
inmortal—, de Tolstói se nos muestra
un catálogo de tormentos mentales producto de una vida de batallas libradas
entre lo que era y lo que quería ser, entre lo que había hecho y lo que debería
haber realizado, entre el pánico a lo ultraterreno y el deseo de santidad.
Quizás aquello que dijo Stalin
de que “el escritor es un ingeniero del
alma humana”, despojando, obviamente, a la afirmación de todo el contenido
de la basura del realismo socialista,
puede que fuera la única frase con sentido que pronunciara en su vida, o al
menos la menos manchada de sangre. Y si se trata de ingenieros del alma humana,
como Tolstói ninguno. Pero tenía un terrible problema: era
ingeniero del alma humana de los demás, pero un peón chapucero con la suya.
Del retrato que Toni
Montesinos hace del escritor se desprende un hombre en constante fisura,
casi un bipolar de la existencia, un esquizofrénico de los sentimientos, un
yonki de las pulsiones. Con resultados deslumbrantes, por supuesto, como La
muerte de Iván Ilich (Alianza
Editorial), producto de un más que cerval miedo a la muerte, o La
sonata a Kreutzer (El Acantilado),
junto a otros momentos completamente oscuros, producto de las tinieblas de su
genio.
Los aciertos de Montesinos se
suceden, y como aquellas cerezas a las que me refería, tirando del genio
maniaco de Tolstói, nos quedamos con
un glorioso racimo de frutos en la mano: aparecen Pushkin y Gógol, y
después Dostoievski, claro, y como
no, Chéjov y Gorki. ¿Se puede pedir más?
Las vertiginosas páginas de Montesinos
atraviesan por el absurdo duelo que le costó la vida a Pushkin, por la quema de la continuación de Las almas muertas (Nórdica) por parte de Gógol poco antes de su fallecimiento de
puro hartazgo de sí mismo, por el subterráneo, enfermizo, doliente e
incontrolado Dostoievski, por el
empático Chéjov y, al fin, por el
tamiz de la amistad que sostuvieron, de una forma u otra, algunos de ellos con Gorki.
En estos enlaces encontrarás más información sobre el suicidio de Pushkin o la quema de esa
posible segunda parte de Las almas muertas, temas de los que
ya hemos tratado en Achtung!:
2. Leer: Thomas Mann y
el síndrome de Petrarca
Toni Montesinos lo deja muy claro en el título que elige para el capítulo
dedicado al escritor alemán: La fachada
agrietada de Mann. Algo no parece, a la vista de esta sentencia, del todo
claro en la figura del premio Nobel.
El texto nos muestra a un Mann
obsesionado con su figura, con su propio genio, tratando de controlar todo lo
relacionado con su persona, convertido no en un ser humano que escribe, sino en
un escritor que, para su desgracia, a ratos debe mostrarse humano; con sus
contradicciones, faltas y recovecos. Y eso manchaba la figura imponente que Mann buscaba edificar de sí mismo. Un síndrome de Petrarca en toda regla.
Ya me he referido en otras ocasiones a este síndrome que he bautizado como de Petrarca y que consiste en convertir la propia vida en una obra de
arte, en una especie de novela más de las que el autor ha escrito, siendo el
hombre un personaje plegado entre sus propios papeles de ficción. Es la manía
de convertirse en objeto literario, en literatura, en un libro que deberá pasar
a la posteridad, difuminando al hombre bajo toneladas, generalmente, de
artificio biográfico, poses, egolatría y mucho mal genio tomado como Genio con mayúsculas, en un error
habitual de aquellos mortales que soportan la convivencia con el petrarquista.
Puedes saber más de este síndrome
aquí:
Montesinos prosigue acertando con la bibliografía escogida para poner en pie
sus pensamientos literarios (y sí, aunque sea pesado lo seguiré afirmando, para
hablar de libros y escritores hay que proveerse de lecturas; punto fortísimo de este ensayo). La luz
que se irá eclipsando sobre la figura de
Mann proviene del libro de Hermann
Kurzke, Thomas Mann. La vida como obra de arte. Una biografía (Galaxia Gutenberg) y de Thomas
Mann y los suyos (Tusquets)
de Marcel Reich-Ranicki. De estos
libros se desprende la imagen de que Thomas
Mann se tomaba muy en serio, quizás demasiado, y que si se trata de
conformar tu propia vida como una obra de arte (literaria) ya tenemos a Oscar Wilde como modelo de un síndrome de Petrarca algo más amable.
Mann, como nos advierte Montesinos
en el texto, y tomado de al parecer las propias palabras del autor, “no quería vivir sin representar”, “su ser entero aspiraba a la fama” y
llevaba a cabo lo que denominaría como una “autoescenificación”. La afirmación de Toni Montesinos es definitoria:
“Thomas Mann se proyectó en
un personaje que nunca bajaba de la tarima”.
Sólo un escritor afirmó con justicia pertenecer a ese estado de
nirvana que Thomas Mann ansiaba. Y
ese fue Kafka, cuando aseguro que
todo él “estaba hecho de literatura”.
Y tenía razón.
Y no es que el grandísimo autor de La montaña mágica salga
mal parado de esta semblanza montesiniana.
Pero al terminar de leer su capítulo tenemos la sensación de que estamos ante
uno de esos autores que casi es mejor no conocer en su faceta privada,
alejándolo del misterio hipnótico de sus obras, no sea que el viento lunar que
esparce sobre ellas nos las afeen un tanto.
Y ya que me he referido a La montaña mágica, agradezco a Toni Montesinos que se detenga durante unas
líneas para reconocer la excelsa traducción que Isabel García Adánez realizo para la edición de Edhasa en el año 2005. Isabel, además de competente traductora, fue mi profesora en
una de las asignaturas más gloriosas que alguna vez se me hayan impartido, y
que resumiré, despojándola de su farragoso nombre, como Literatura de Praga; a dúo con Alejandro
Hermida de Blas, a cargo de la parte checa del asunto.
De nuevo aparecen esas cerezas, ahora con apellidos alemanes, que
siguen en gloriosa procesión a Thomas
Mann. El capítulo se enriquece con la presencia de Hugo Ball y Hermann Hesse,
gran destructor de mujeres a causa de su carácter, que inculcó una máxima en
sus amantes que ya nos suena del propio Mann
y es que, en referencia al proceso intelectual de Hesse:
“los problemas físicos y
psíquicos son los que dan impulso a su creatividad, que su sufrimiento engendra
su literatura”.
Pero basta ya. Ahora hablemos de Stefan Zweig.
3-Vivir: Stefan Zweig o
la huida imposible
A Stefan Zweig los
horrores del nazismo, la brutalidad de Alemania,
lo dejaron sin patria. Como dice otro escritor alemán, W. G. Sebald en Camposanto (Anagrama), y reflexionando acerca del concepto de patria:
“Destruir la patria es lo mismo que destruir a la persona (…). Y no hay
una nueva patria (…) La patria es el país de la infancia y la juventud. Quién
la ha perdido sigue estando perdido, aunque haya aprendido a no tambalearse en
el extranjero como si estuviera borracho”.
Ese fue el mal de Zweig, su castigo, la carga de la que
intentó huir y que nunca pudo superar. Y siguiendo con W. G. Sebald, pero ahora en el notabilísimo ensayo Pútrida
Patria (Anagrama):
“El concepto de patria es
relativamente nuevo. Se acuñó precisamente en el momento en que la patria dejó
de ser un sitio donde permanecer y en el que individuos y grupos sociales
enteros se vieron obligados a darle la espalda y emigrar. Por ello, ese
concepto, como no es raro que ocurra, está en relación mutua con aquello a lo
que se refiere. Cuanto más se habla de la patria, menos existe ésta (…). La
experiencia de la pérdida de la patria no puede repararse nunca”.
Exactamente eso le sucedió a Zweig,
se vio obligado a darle la espalda y a enfermar, definitivamente, de patria. Porque Zweig abandonó su Austria,
su Viena, su Salzburgo, ciudades no destruidas por un terremoto como la Lisboa de 1700, ni por un incendio como Londres,
ni por una erupción volcánica al estilo de Pompeya
y Herculano, ni tan siquiera por un
bombardeo o raid devastador aliado,
al estilo de lo que le ocurrió a Dresde;
no, simplemente extravió su Viena,
su Austria entera, porque le era
imposible, ya, vivir en ellas.
Doble pérdida de identidad si tenemos en cuenta que, además de
vienés, Zweig era judío, un judío con
identidad nacional y condenado —como desde entonces tantos millones de judíos—
a ser un judío sin identidad y sin destino. Estos dos problemas, la ausencia de
una identidad y una patria usurpada de donde fue arrancado a la fuerza, lo
condujeron al suicidio. Porque en un principio el escritor planteó su lucha
ante las adversidades con un exilio dolorosísimo pero esperanzado que, al
final, exiliado sin patria, y creyendo firmemente en la victoria del nazismo, se convirtió en un suicidio
como una forma particular de resistencia.
Era tal el dolor de ver y constatar las atrocidades de su pueblo
que fue incapaz de soportarlo; convivir con ellas en el futuro —en especial si
como él creía Hitler ganaba y se
perpetuaba tras la guerra— era un esfuerzo que colmaba más allá de sus fuerzas
vitales. Era impensable que pudiera seguir adelante, en palabras de Sebald en Camposanto, con
“la obscenidad de una
sociedad psíquica y socialmente deformada y el escándalo de que la historia,
como si no hubiera pasado nada, pudiera proseguir luego prácticamente
imperturbada”.
Motivos, todos, que Carlos
Soldevilla resume, en su estudio crítico a modo de introducción a la ya
vetusta edición de las Obras Completas
de Zweig en la Editorial Juventud, de la siguiente manera:
“Y se comprende que un
sensitivo como Zweig, personalmente a salvo, no tuviese fuerzas para soportar
el tremendo impacto que produjo en su espíritu, no solamente la tragedia de su
gente, sino el derrumbe de una concepción idealista del mundo y, especialmente,
de esa Europa que tanto amó y de la que, en cierto modo, pudo considerarse como
hijo mimado”.
No en vano, sus memorias, que hablan y no paran de la pérdida de
ese estatus, de ese orden otrora ejemplar anterior a la guerra, se titulan El
Mundo de Ayer, con el clarificador subtítulo de cómo se sentía, aún sin
patria: Memorias de un Europeo (El Acantilado).
Y Toni Montesinos apunta
que Zweig lo sabía. En efecto lo
sabía, y utiliza una frase de Jean-Jacques
Lafaye tan tremebunda como devastadora:
“El humanismo no tiene
recursos ante el mal”.
¿Qué se puede argumentar ante eso? El ser humano, para Zweig, era capaz de lo mejor y de lo
peor. De hecho, que eligiera retratar a personajes en biografías como las de Erasmo y Fouché no es coincidencia. Ambos personajes supieron atravesar
grandes tormentas —la Europa del
siglo XVI con sus guerras de
religión y la de finales del XVIII con
la sacudida napoleónica— sin perder el rumbo y con mano firme, ejemplo de lo
que deberían ser los dirigentes y pensadores de la época de Zweig, ya que tanto en uno como en el
otro, en Fouché como en Erasmo, se
nos ofrece el cuadro de inseguridad y de angustia de unos tiempos que
prefiguraban los momentos que le estaban tocando vivir a Zweig.
Acertadamente, con una finísima intuición, Montesinos sublima estas intenciones de Zweig en su ensayo paradigmático de cómo poder oponerse a la
barbarie y al criminal de su propio tiempo,
Hitler, sin mencionarlo siquiera; se trata del ensayo Castellio contra Calvino.
Conciencia contra violencia (El
Acantilado).
Y por qué no, un augurio del propio final de Zweig lo encontramos en su retrato biográfico de Von Kleist, escritor que también se
suicidó, derrotado en esa “lucha contra
el demonio”. Aún tuvo tiempo de denunciar toda la brutalidad del nazismo en
su Novela
de Ajedrez (El Acantilado), pero
lo que podría haber sido un fértil valladar intelectual contra la barbarie se
detuvo ahí. Se quitó la vida en Petrópolis,
junto a su esposa. En palabras de Carlos
Soldevilla:
“Al perder la fe en sus
ideales humanísticos había perdido la voluntad de vivir. El aliento embriagador
del trópico no había logrado curarle de la fina añoranza de su Salzburgo
mozartiano”.
He querido utilizar las palabras de otros estudios diferentes al
de Toni Montesinos sobre Zweig para ratificar, así, todas y cada
una de las palabras, acertadísimas, que dedica a su análisis del escritor
austriaco. Soy comparatista. Los que
me siguen ya lo saben y me soportan.
Cerezas: todo lo que sigue a continuación en el ensayo de Montesinos sobre Zweig es delicioso. Aparecen algunos de los más grandes autores
centroeuropeos, esos que cargados de austriahungrismo
pasearon su tristeza por la Europa
del fuego. Aparecen Joseph Roth, Ernst Toller —la noticia de su suicidio
aceleró la muerte de Roth, que al enterarse
se desplomó víctima de un colapso en el café en donde se encontraba—, Ernst Weiss, Soma Morgenstern y, como no,
Sándor Márai, con el que Toni
Montesinos establece un paralelismo muy oportuno con el propio Zweig.
4. Epílogo kafkiano
Kafka es una paradoja kafkiana
en sí mismo. Parece que poco se puede decir ya de quién tanto se ha dicho, y
por eso mismo, queda tantísimo por decir de él. Aquellos que me conocen, esos
mismos que me soportan como comparatista,
también saben de mi kafkismo
militante, solo comparable a mi kadarismo de trincheras. Por eso, es
de agradecer el esfuerzo del autor del ensayo al incluir un estudio sobre Kafka.
Quizás sólo la figura de
Kafka puede evitar ser devorada al aparecer al final de un libro en el cual
han abierto sus fauces semejantes bestias literarias como todas las que he
mencionado en este largo artículo sobre la obra de arte ensayístico de Montesinos —largo y gozoso artículo, al
menos para mí, y espero que aquellos estimados lectores acostumbrados a reseñas
de solapilla y titular fácil sepan perdonarme, pero la independencia crítica y
periodística, incluso literaria, tiene a veces estos tesoros—. Por eso, Kafka es el colofón perfecto. Porque
de ir por delante de ellos, tal vez podría habérselos comido a todos. Enésimo
acierto montesiniano.
Además, si coincidimos en que
Kafka, como ya afirmé más arriba, está conformado de literatura, o tal y
como se afirma en las páginas del ensayo fue “alguien que emigró de la vida a la literatura, sin retorno”, no
podemos imaginar mejor remate para el texto. Eso, junto a las cerezas más
jugosas de todo el libro, y que acompañan a los esfuerzos de Kafka por conciliar su mundo con la
literatura: Jaroslav Haŝek, Hans Herbert Grimm y Rainer Maria Rilke.
Kafka es el mejor autor posible para poner el término a un ensayo que
en su título aúna las palabras escribir,
leer y vivir. Enfermo de escritura, buscó un paliativo en la lectura; al
morir prematuramente consiguió vivir para siempre. Los aciertos del cartógrafo
literario Toni Montesinos, abrazados
a las magníficas referencias bibliográficas, configuran un mapa intelectual por el que cualquier lector necesita pasearse.
Por el que debe
pasearse sin falta. Disfrutando del paisaje, admirando el panorama, degustando
el aroma de esos cerezos en flor que brota con el paso de cada página.