viernes, 24 de diciembre de 2010

De Sobremesa -José Asunción Silva-.





EL GOURMET ATORMENTADO

El Modernismo es la expresión de una época, expresión de una época de grandes cambios, a la que en absoluto es ajena De Sobremesa, auténtico manifiesto literario del momento y una de las cotas narrativas más altas del movimiento. El Modernismo, una forma hispánica de la crisis universal de las letras y del espíritu, de la disolución del siglo XIX, que encuentra su manifestación principal en el Arte como vehículo que denuncia el hastío en el que ha caído el ser humano, el automatismo, el aborrecimiento, la cultura de las grandes ciudades, el aplastamiento del asfalto. Pues bien, la novela de Silva reune todos esos elementos, se alimenta de ellos y crea un fresco enorme de magnitudes asombrosas: el refugio del hombre se encuentra en el Arte.
José Fernández, gemelo literario de José Asunción Silva en la novela, arrastra la melancolía, emprende una enfermiza búsqueda de una mujer retratada en un cuadro, reflexiona sobre política, ciencia, sobre la función del artista, sobre las formas de creación, inmerso en la vorágine que catapultará al individuo alienado a los primeros años del siglo XX. Porque José Fernández aglutina todos los tópicos del genio modernista, todos los males que carcomen el espíritu del hombre, males que condujeron al propio Silva al suicidio, al suicidio por hastío.
El “hastío”, palabra clave para Baudelaire. El hastío del ser moderno harto de estímulos, el tedio de la vida que tan bien se refleja en Casal y en Silva. Junto a otro elemento que ya anuncia Baudelaire y que es la fascinación por el morbo, por lo macabro, por la carroña, por el decadentismo. Muerte, sufrimiento, regodeo en la muerte, en la agonía. La mujer del cuadro es una muerta, un alma en pena tras la que vaga, famélico, el protagonista. Un túmulo, una tumba, un cementerio y un cuadro de Dante Gabriel Rossetti, ese es el marco en De Sobremesa.
Significativo, con semejantes directrices morales, es ya el inicio de la novela: la descripción de un interior y un licor en el que flotan partículas de oro, el refinamiento como una forma de entender la vida, de conducirse. El modernista, como ya preconizó Oscar Wilde, hace de su vida una completa obra de Arte. Los interiores, tan importantes para la narrativa modernista, esas habitaciones repletas de jarrones, biombos, chinerías, retorcidos relieves, japonerías… tal y como encontramos en Casal, en Gutiérrez Nájera, con ese gusto por la descripción puntillosa, detallista, que también aparece en Gabriele D´Annuzio y en su El Placer, exacerbación de todo ese espíritu. Si en el artista romántico el estado de la naturaleza es la extensión del ánimo del autor, el clima, las montañas, los ríos salvajes, una radiografía de su turbulencia, en el escritor modernista serán los espacios interiores recargados, exquisitos, el espejo de las angustias. Unas angustias sutiles del estado de ánimo alienado que busca un escapada hacia el Arte. Así lo sugieren los simbolistas, enamorados del efecto tembloroso de la luz entre los visillos, del temblor de las estrellas, de un día nublado, de lo gris, donde el matiz es mucho más importante que el color. Es la fugacidad de lo intangible.
Sí, un licor con partículas de oro flota en la primera copa que aparece en la novela. Es el colmo de lo excéntrico, del refinamiento. Continuas son las referencias a los buenos licores, a los cigarros, incluso a las drogas o a la morfina, formas de embotar con clase el espíritu dolido, formas de convertirse en hedonistas, en dandys. El dandismo, esa forma de volverse en un hombre artificial al estilo de Baudelaire, ya reivindicado por el propio Wilde, y soportado fundamentalmente en la gran novela que influye en Silva, A Contrapelo, de Huysmans, texto fundacional del decadentismo. Frente a la naturaleza hay que oponer lo artificial, una aristocracia del espíritu, el gusto por el lujo, por lo artificial. El decadentismo tiene gusto por el fin, por la agonía. Es el triunfo de esa palabra clave, del hastío, del hartazgo después de haberlo probado todo. Al final de la estéril exploración de los paraísos artificiales del alcohol y de las drogas se encuentra la necesidad de huir.
Porque ante el auge del cientificismo y del positivismo, del Orden y Progreso, tal y como reza en la bandera del Brasil, hay que oponer una actitud ante la vida en la que el Arte rechace esos elementos tan minimizadores del hombre, hay que ser deliciosamente decadente para, anclados en esa decadencia, hacerse fuertes y poder crear con libertad, poder expresarse, poder ser artistas, poetas, escritores. Todo eso viene a decir, a sintetizar la novela de Silva. Modernismo, la literatura del liberalismo.
Las urbes enloquecidas y el paralelismo entre Buenos Aires y París, ese París que es Tierra Prometida y a la vez lugar de maldición, que puede extraviar al hombre con su corrupción, con sus bulevares repletos de prostitutas, en donde el placer asalta al viajero obnubilado, pero también es en donde el Arte salta detrás de cada esquina, en exposiciones, galerías de pintura, cafés literarios: en las grandes ciudades los poetas encontraran un cosmopolitismo cultural. París representa para Silva la presencia de Baudelaire, la influencia francesa simbolista de Verlaine y Rimbaud y la decadentista y parnasiana de los Gautier, Leconte de Lisle, Mendés, Banville, Sully Preudhomme, Coppé y Herediá. Su influencia flota en cada página, en cada pasaje de la obra de Silva.
La velocidad de la vida urbana moderna crea el ser humano urbano especializado en la urbe. Se produce una intensificación de la vida de los nervios, un enorme mal que se ensaña en el José Fernández de la novela y que le costó realmente la vida a Silva. Los tiempos modernos han originado un cambio psicológico profundo: agitación, turbulencia, expresión donde el poema en prosa surge como un género nuevo. Muchas veces, la lectura de De Sobremesa es un enorme poema en prosa, delicado, desvalido, desbocado, con páginas escritas con rabia enfurecida, repletas de una única máxima: el Arte por el Arte, una búsqueda de belleza suprema y de perfección formal en donde el brillo del oro y los metales nobles resumen las aspiraciones del alma del creador.
La mujer del cuadro se convierte en un amor imposible y platónico, en una búsqueda idealizada que realiza el protagonista del libro, una obsesión. La idolatra como Dante a su Beatriz, como Petrarca a su Laura, ese amor se espiritualiza, trata de, como ya hicieron ambos italianos, colocar a la amada en el lugar de Dios, en su lugar, no a su lado. Se produce en las páginas de la novela una interpretación religiosa que roza con la blasfemia, al estilo de lo que sucede en Azul de Darío y que tanto criticó Juan Valera. Desde el vacío espiritual hay un intento de crear una nueva ideología basada en el Arte y en el amor elevado. Se usan en la novela ciertos tintes religiosos para hablar del amor y del amor sexual, incluso se busca una recuperación de los elementos mitológicos. La poesía, la literatura, la creación, es capaz de sustituir la religión perdida. Ha nacido la nueva religión en las páginas de De Sobremesa: la Religión del Arte.
Silva intenta compensar la muerte del Dios cristiano con sustitutivos del cristianismo: el misticismo, lo oculto, el espiritismo, la teosofía, el esoterismo, en una amalgama o en un sincretismo que desemboca en el Pitagorismo, cuya base será la armonía, palabra asociada a la perfección divina. El universo es armónico y cada ser un microcosmos que tiene que extraer de sí mismo la armonía. De Sobremesa es, fundamentalmente, una novela armónica, una sinfonía, una pieza para piano a cuatro manos, un torrente de sonidos, de olores, de sensaciones que excitan todos los sentidos y que, muchas veces, permanecen ocultos, están ahí solo para quién los pueda encontrar, descubrir. Esa persona, elegida, será el dandy, el bon vivant, el gourmet atormentado: el artista modernista.

Un rotundo, flotando entre partículas de oro, sumergido en destilados y aromáticos licores, diez.

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